--No, no, por favor, le juro a usted que no lo vuelvo a hacer...
--No jures, puerco –gritó el Otro con el rostro descompuesto por la furia, las venas del cuello saltadas, la voz ronca–, no jures...
Y alzó hacia él su bastón rojo de puño redondo de plata recamada (al menos eso parecía esa cosa). La gente miraba sin decir una palabra.
--Por favor –el desdichado se arrodilló, junto las palmas y las levantó hacia el Extraño.
El bastón disparó, si eso puede decirse de emitir unos ruiditos rítmicos y cristalinos, como de caja de música. El que suplicaba empezó a teñirse de un color amarillo plátano, todo él, la ropa, la piel, los cabellos, no muy intenso y como mate, sin brillantés, y ante nuestros ojos asombrados se hizo totalmente plano y enmarcado, como una gigantesca tarjeta postal con matasellos en la esquina superior derecha y toda la cosa. La tarjeta empezó lentamente a girar, primero dando vueltas y luego sobre su propio eje; después se cuadriculó con precisión, primero en cuadrícula grande, luego cuadrícula chica y finalmente en milimétrica.
--¿Qué me hace?, ay Dios –gemía el pobre hombre.
La cuadrícula milimétrica se hizo más y más pequeña, la postal parecía atomizarse. Finalmente desapareció de la vista por completo.
Pero aunque el infeliz, la viviente tarjeta postal, ya no estaba ahí ni podía verse por ningún lado, su voz se seguía oyendo.
--¿Dónde estoy, dónde estoy? ¿Dónde está mi cuerpo?
--Cállate ya –ordenó el Extraño. El desaparecido dejó de hablar.