FABULA DEL CAZADOR
Jorge Esquinca
Un hombre comienza a pensar en un lobo.
Al principio este lobo es sólo una silueta inmóvil:
un bulto parduzco agazapado en la oscuridad,
un hocico jadeante.
Días después el pensamiento de lobo regresa.
Se adueña de la memoria con cuatro patas poderosas.
El hombre dirige entonces una débil linterna
y localiza la acechante figura de ese lobo pensando.
Bajo la repentina claridad despiertan dos pupilas amarillas,
dos hileras de colmillos afilados, relucientes.
Desde el centro del círculo un gran lobo gris lo mira,
con la fija atención del animal frente al peligro.
Cada músculo sometido a una tensión precisa.
La pelambre del lobo erizada, eléctrica.
Húmedos los belfos, punzantes las garras.
La noche sorprende al hombre inclinado sobre su mesa de trabajo.
El pensamiento del lobo merodea impune, desafiante.
Decidido, el hombre empuña un lápiz:
se ha propuesto cazar al lobo.
Transcurren las horas y se manchan las hojas con dibujos feroces:
en cada giro de su mano se desliza con una agilidad inexplicable, casi felina.
Sus trazos se vuelven más espontáneos: instintivos.
Pronto su lobo es una sola línea.
Un salto visible entre la vida y la muerte.
Entonces el hombre se detiene: ha comprendido.
Apenas tiembla al escuchar el largo aullido al fondo del jardín.
Se levanta de la mesa y sale hacia la madrugada.
Ni siquiera nota que se apaga ya la última estrella.