CECILIA
Sergio Loo
El cuerpo de Cecilia está a punto de deshacerse en llamas. Siente como si su sangre se estuviera filtrando por entre los poros. Si eso llegara a suceder, estropearía su nuevo vestido blanco. Los latidos se le aceleran. Yo corro tras ella preocupado de que aquella pastilla la hubiera alterado demasiado. Salimos disparados del antro. Yo tras Cecilia y Cecilia tras el mar que escucha oculto entre los motores de los carros que no puede distinguir.
Sus pupilas no perciben más que estrobos. Los autos que le palpitan para esquivarla apenas logran ocultar la metralla que trae por latidos. La veo correr mientras se multiplica en diez o veinte Cecilias con piernas chuecas. Mis pies se tambalean, no sé si por el comprimido que me metí, o porque la avenida se ondula bajo mis botas.
La alcanzo, la tomo de los brazos y ella grita y se sacude como sirena iracunda y se me resbala y la pierdo entre calles angostas.
No muy lejos escucho el grito de Cecilia junto con el frenón de algún carro. Me dirijo a donde creo vino el ruido. Mis zancadas pronto toman el ritmo y el equilibrio suficiente para que mis piernas se metamorfoseen en un monociclo. Freno. La calle está vacía. Busco con desesperación los tentáculos de Cecilia pero sólo me topo con una licuadora tirada en una banqueta junto a algunos fierros, cables, ropa y una sola zapatilla. La recojo, la beso y le prometo de ahora en adelante cuidarla mejor.