Para empezar el 2011 este interesante caso, el de una mujer afectada por un agudísimo Síndrome de Tourette, el cual es narrado en el compendio de relatos clínicos: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, del neurólogo Oliver Sacks.- - - - - - - -
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Recuerdo que me llamó la atención una mujer de pelo canoso, de sesenta y tantos años, que parecía ser el centro de un alboroto muy sorprendente, aunque lo que estaba sucediendo, lo que era tan escandaloso, no se me hizo patente en un principio. ¿Tenía acaso un ataque? ¿A qué se debían sus convulsiones... y, por una especie de simpatía o contagio, las de todos aquéllos con los que ella se cruzaba rechinando los dientes y haciendo visajes?
Cuando me acerqué más me di cuenta de lo que sucedía. Ella estaba imitando a los transeúntes... aunque puede que «imitación» sea un término demasiado apagado, demasiado pasivo. ¿Deberíamos decir, más bien, que estaba caricaturizando a todas las personas con las que se cruzaba? En un segundo, en una décima de segundo, las «captaba» a todas.
He visto a innumerables actores de mimo e imitadores, payasos y cómicos, pero nada rozaba siquiera la horrible maravilla que contemplé entonces: aquel reflejo convulsivo y automático, prácticamente instantáneo, de todos los rostros y todos los cuerpos. Pero no sólo era una imitación, con todo lo extraordinario que habría sido esto. La mujer no sólo adoptaba y asimilaba las características de innumerables personas, las remedaba. Cada reflejo era también una parodia, una burla, una exageración de expresiones y gestos distintivos, pero una exageración que era en sí misma tan convulsiva como intencional... una consecuencia de la distorsión y la aceleración violentas de todos sus movimientos. Así, una sonrisa lenta, monstruosamente acelerada, se convertía en una mueca violenta que duraba milésimas de segundo; un gesto amplio, se convertía, acelerado, en un movimiento ridículo y convulsivo.
En la extensión de una manzana pequeña esta anciana frenética caricaturizó convulsivamente los rasgos de cuarenta o cincuenta transeúntes en una secuencia vertiginosa de imitaciones caleidoscópicas, que duraban un segundo o dos cada una, a veces menos, y la vertiginosa secuencia completa muy poco más de dos minutos.
Y había imitaciones ridículas de segundo y tercer orden; porque la gente de la calle, asombrada, ofendida, desconcertada por las imitaciones de la anciana, adoptaba como reacción esas expresiones; y esas expresiones eran a su vez, re-reflejadas, re-dirigidas, redeformadas, por la víctima del tourettismo, lo que provocaba un grado aun mayor de conmoción y cólera. Esta grotesca resonancia involuntaria, o reciprocidad, por la que todos se veían arrastrados a una interacción absurdamente amplificante, era el origen del alboroto que yo había visto desde lejos. Aquella mujer que, convirtiéndose en todos, perdía su propio yo, se convertía en nadie. Una mujer con mil rostros, máscaras, personae... ¿cómo debía sentirse ella en aquel torbellino de identidades? Pronto llegó la respuesta... sin un segundo de retraso; porque la acumulación de presiones, la suya y las de los demás, se aproximaba rápidamente al punto de explosión. Súbita, desesperadamente, la anciana se desvió, entró en una calleja que la alejó de la calle principal. Y allí, con todas las apariencias de una persona muy enferma, expulsó, tremendamente acelerados y abreviados, todos los gestos, las posturas, las expresiones, los comportamientos, todos los repertorios de conducta, de las últimas cuarenta o cincuenta personas con las que se había cruzado. Efectuó una regurgitación vasta y pantomímica, en la que vomitó las identidades engullidas de las últimas cincuenta personas que la habían poseído. Y si la asimilación había durado dos minutos, el vómito fue una exhalación única: cincuenta personas en diez segundos, un quinto de segundo o menos para el repertorio condensado de cada persona.
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