Algo del maestro Hugo Hiriart:
En el museo de Orsay, que guarda las grandes hazañas de la pintura francesa en el siglo XIX, se conserva un grupo de grandes cuadros académicos. Lo menos que puede decirse de ellos es que son perfectos. Qué habilidad en el dibujo, qué bien sacadas están las telas, el brillo de los metales, las ramas de los árboles, qué bien estudiados están la anatomía y los gestos de los personajes, que dulce la luz que baña las figuras. Estos cuadros, encumbrados en el favor oficial y del público, fueron el enemigo a vencer de Courbet, Delacroix y los impresionistas. Porque los grandes cuadros académicos, como que son perfectos, pero no nos dicen nada: todo está hecho como debe ser y, por lo tanto, son puntualmente previsibles, están en el grado cero de la invención y la sorpresa (que son gemelas monocigóticas) y son muy fríos, bien pensados, sin vaho ni palpitar humanos. No hay aventura en ellos, todo está calculado y previsto, no hay arriesgue.
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En general, ¿cómo se escriben las bien hechas obras sardoulianas? Sí, pensando. ¿Y cómo se escriben las conmovedoras obras chejovianas? Sí, imaginando. Sólo esta alocada facultad nos permite dar el salto a lo imprevisible, a lo real, inexpicable y verdaderamente intenso. No organices, imagina, el orden le viene solo a lo imaginado. Haz como hacía Bacon, pinta un retrato perfecto y luego destrúyelo a pinceladas, y en un momento de la destrucción, detente. En el caos de pinceladas va a aparecer el verdadero rostro del retratado. No el rostro calculado y fotográfico, sino el auténtico y expresivo, es decir, la obra de arte.
El arte, como el sentimiento, necesita la penumbra, la duda, la vacilación.
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Cada época genera su propio academicismo. La esencia del academicismo es que reduce el arte a reglas (en general implícitas, no escritas) y en su peor expresión a meras fórmulas. El academicismo es inevitable. La tarea del artista es alcanzar singularidad, individualidad frente a ese transfondo ya masivo y predecible. No hay ni puede haber teatro ni pintura bien hechas, quítate eso de la cabeza, porque ésa es la tentación vana del academicismo.
El propósito del autor de teatro, como el del pintor, no es ni puede ser hacer bien su trabajo, sino hacerlo de manera muy personal. Por eso pedía Rilke: ``escribe un poema que sólo tú puedas escribir''. Si ese poema es bueno o no, interesante o no, ya no es cosa tuya. No está en tu mano que tu obra de teatro sea buena o interesante, lo único que está a tu alcance es que sea genuina y profundamente tuya. La aventura del artista es encontrar su individualidad en el trabajo de arte. Lo personal y único que hay dentro de él puesto en términos de arte.
En "Argumentos contra la bien hecho", de Hugo Hiriart (texto completo, aquí).