Escribir (y leer) es como sumergirse en un abismo, en el que creemos haber descubierto objetos maravillosos. Cuando volvemos a la superficie sólo traemos piedras comunes y trozos de vidrio y algo así como una inquietud nueva en la mirada. Lo escrito (y lo leído) no es sino la traza visible y siempre decepcionante, de una aventura que, al fin, se ha revelado imposible. Y sin embargo, hemos vuelto transformados. Nuestros ojos han aprendido una nueva insatisfacción y no se acostumbran ya a la falta de brillo y de misterio de lo que se nos ofrece a la luz del día. Pero algo en nuestro pecho nos dice que, en la profundidad, aún relumbra, inmutable y desconocido, el tesoro.
Jorge Larrosa parafraseando a Maurice Maeterlinck