EL SOL QUE SIGUE
Y parece imposible todo proseguirse ante la muerte, dentro de la
muerte, en la muerte misma, sin morir. Impenetrable, absoluta, la muerte
ha tomado posesión del que queda aquí de este lado, mas dejándole sin
lugar, sin cabida en hueco alguno. Y así la pálida certeza de que aquél
que se ha ido, sin dar señal desde su allá, vaya a ser en ese allá
concebido nuevamente, arroja como su sombra a éste que aquí ha quedado
que sea él, el inconcebible. La muerte, como todo lo inconcebible, hace
así con el que la contempla. ¿Y cómo puede dejar de contemplarla el que
ha perdido el uso de los sentidos que han ido a reunirse todos en la
sordera ciega, refractaria a toda voz, al llanto mismo? Nada fluye. Todo
está ahí, el todo amorfo de la acumulación del tiempo inconcebible a su
vez.
Pues que no puede concebirse lo que no puede ser soñado, reconducido a
través de una galería de sueños entreverados de despertares, al sueño
originario de la creación, aquél donde la vida fue despertada por la luz
primera, sin ojos aún. Ya que antes de que las formas y las figuras
aparezcan hay ojos que las aguardan. La oscuridad y la niebla se hacen
ojos, derrotando a las tinieblas con eso sólo una y otra vez. Y cada vez
es el comienzo, que anuncia al par vida y visión. Todo se irá
concibiendo.
En la tiniebla de la inconcebible muerte, los ojos no se dan a ver.
Es el sol del día siguiente el que hace abrirse a los ojos, unos ojos
que pueden mirarlo de frente, cara a cara, como alojo inconcebible de
una visión sin aurora. Un sol que no alumbra, que despierta simplemente.
El escudo de la muerte que da la señal de la vida.