LA MADRETERNA
Eduardo Miguel Golduber
Cuento de su libro "Las Mujeres ante la tumba"
1º premio de la categoría CUENTO
del Fondo Nacional de las Artes, 1976.
Buenos Aires, Crisol, 1977.
pp. 84 - 88
Edición digital en memoria de Eduardo,
que falleció a los pocos meses
de presentado el libro,
en 1978.
Gabriel A. internó a su madre en un Asilo para ancianos finalizando la década del 50. Él se acercaba a los cuarenta años, tenía tres hijos pequeños y vivía miserablemente en una pieza húmeda, al fondo de un corredor oscuro de una casa vieja, clavando suelas y arreglando zapatos de la mañana a la noche. Su padre había dejado una casa que la madre no había querido nunca vender ni tocar. Gabriel no deseaba ningún mal para su madre, pero ésta tenía cerca de setenta años, y su chochera se le antojaba un sacrilegio en la casa desocupada.Pasaron cinco años. Durante todo ese tiempo, Gabriel visitó a su madre una vez por mes, religiosamente, con un paquete de galletas más o menos finas. La vieja lo veía llegar -con su mujer, las veces que a ésta le remordía la conciencia- e irse, sentada en un rincón, con su idiotizada sonrisa pegada en la máscara arrugada y descolorida de su rostro, como para toda la eternidad.Pasaron otros cinco años. Gabriel, devorado por las deudas, los hijos que crecían y el cansancio de tanta espera, deseó fervientemente la muerte de su madre, ese irreconocible fantasma blanco, arrugado e inmóvil. Tanto lo deseó, que una mañana lo llamaron del Asilo. Su madre había muerto.Gabriel contuvo su alegría, los gritos de su alegría; se puso su traje negro, el único, el de los feriados y las grandes ocasiones, vendió algunos muebles viejos y envió al Asilo una corona enorme de flores, donde se leía con letras doradas: "Su hijo Gabriel, su nuera y sus nietos."Finalmente, viajó al Asilo con su mujer y su cara de circunstancias.La madre de Gabriel fue enterrada un domingo de otoño lluvioso y frío; pero por más que Gabriel buscó y buscó, no encontró un solo papel revelador de la propiedad. Este hecho le hizo casi enfermar de rabia. Languideció y sufrió ataques de ira, hasta que el temor a la enfermedad, sus gastos y el hambre, lo volvieron a la cordura, la salud y los zapatos.Pasaron entonces nuevamente los días, los meses y los años, y Gabriel continuó muñéndose de hambre y clavando suelas, hasta que un día lo llamaron del Asilo: su madre estaba grave. ¿Cómo en tantos años no había sido capaz de venir a verla?Gabriel se creyó víctima de una pesadilla. Corrió al Asilo acompañado por su mujer, pálido el rostro y temblorosas las manos. Él había enterrado a su madre casi cinco años atrás. ¿Quién era ese fantasma, todavía... todavía poseedor de una casa?El director del Asilo le dijo a Gabriel que aquel era, sin duda, un caso extraordinario. Le habían hecho enterrar a una anciana que no era su madre. La edad avanzada, el parecido físico... el apellido casi igual... Todo había sido un error feliz y penoso a la vez, porque su madre aún vivía, por poco tiempo, ciertamente, pero aún le sería dado verla antes del adiós definitivo.Así hablando, el director condujo al estupefacto Gabriel y a su esposa, a un cuarto donde, en una cama tan descolorida como ella, una vieja estaba esperando la muerte.Gabriel se indinó sobre aquella indefinida masa de temblor y quietud; trató de hablar, de conseguir que por fin le diesen los papeles de la propiedad, las llaves de la casa que nadie heredaba, pero no pudo hacerlo.Alguien le golpeó el hombro. El director del Asilo lo sacó nuevamente del cuarto: la anciana acababa de morir.Todavía sin poder reaccionar, Gabriel siguió con su mujer el féretro, hasta el mismo cementerio donde habían enterrado a la anciana que todos creyeran su madre años atras. Este era un domingo de sol tibio y luminoso, y sin importarle a nadie lo hermoso del día, Gabriel veía caer los grandes terrones de tierra sobre el ataúd.Gabriel A. volvió a su casa, a sus zapatos y a su pobreza; la extraordinaria aventura le sirvió para contarla a sus hijos y vecinos tantos veces como pudo hasta llegar al cansancio.Pasaron cinco años; la hija mayor de Gabriel creció hasta sorprenderlo con un novio, el primer amor de los quince años. Su hijo menor terminó la escuela primaria. Y un día lo llamaron del Asilo: su madre había muerto. Esta vez, Gabriel viajó solo.Una fúnebre certidumbre, en la que se mezclaban el horror y la satisfacción de saber que "aquello" volvía, lo impulsaron al Asilo, pero llegó demasiado larde. Una vieja -su madre, esta vez la verdadera, los otros dos casos habían sido increíbles errores que él sin duda iba a perdonar- había muerto, dejándole una llave, la esperada llave de la casa deseada; la inmóvil casa vacía que dejara su padre.Gabriel asistió a un nuevo entierro, conteniendo sus ganas de reír y también de gritar. Gritar de miedo y de triunfo, gritar.Se contuvo, volvió a su casa, y ocultó la llave en un rincón del altillo al que solamente llegaría él.Pero el tiempo siguió pasando; el lento o el rápido transcurrir de sus días no hicieron olvidar a Gabriel lo sucedido. No lo olvidaría jamás, pensaba.Un día, un día domingo, Gabriel vio posarse en el alféizar de la ventana ante la que estaba sentado, a una paloma gris. Le pareció que lo miraba. La echó con un gesto, pero enseguida vio descender una gran cantidad de palomas tan grises y viejas como la anterior; ellas se posaron en la ventana como un bloque de oscuridad, como un muro de tristeza.El cuarto quedó en penumbras, y Gabriel, inmovilizado por un repentino terror, oyó la campanilla del teléfono.Ni bien hubo sonado una sola vez, y antes de que alguien en la casa se moviera hasta el aparato, las palomas levantaron vuelo de la ventana, un vuelo tan silencioso y solemne, que la brillante luz del sol daba ahora, idea de bullicio y vida. Repentinamente, Gabriel comprendió.Mientras escuchaba los pesados pasos y la voz de su mujer junto al teléfono, Gabriel subió hasta el altillo, buscó y buscó.Cuando bajó, encontró a su mujer con una mano sobre el tubo y la otra en el pecho, imagen tal del espanto, que le causó piedad y casi risa.-Ya sé -le susurró poniéndose el saco-; llamaron del Asilo. Mamá ha muerto.Salió sin esperar que ella asintiera a lo que había sido su propia afirmación.No fue durante la soleada mañana ni durante la brillante tarde del domingo que Gabriel llegó hasta la casa. Anduvo vagando y caminando toda la mañana, el mediodía y la tarde, cruzando plazas, parqués y calles, pisando hojas, insensible al tráfico, el hambre, la gente.Pero por más vueltas que diera, en algún lugar de la ciudad, la casa le salía al paso, se le aparecía continuamente. Y Gabriel A. despertó de su ensimismamiento cuando hacía girar la llave en la cerradura de la casa abandonada que dejara su padre casi treinta años atrás. Entonces, miró a su alrededor.Ya era noche cerrada, una oscurísima noche chocando con la luminosidad que había adentro; porque adentro era pleno día y todo el sol; y docenas de docenas de viejas, agrupadas o solas, deshilachadas sombras negras y grises, con todas las arrugas del mundo, y sus penetrantes ojos casi ciegos y abiertos, coronadas por las grises y blancas mechas de sus cabellos desordenados, pegada en sus rostros su idiotizada sonrisa triunfante, lo estaban esperando.